Un viaje de fe, historia de hinchas y gloria

Un viaje de fe, historia de hinchas y gloria

Por Diego «El Ramón» Salas

Año 2012, el MSN estaba empacado.  Los muñequitos seguían girando, casi burlándose de mi ansiedad. Ansiedad que el “¡conectate ya!” del Chivo Berrinches me había provocado. 

La historia de esa emoción había empezado con un gran desempeño del equipo en primera fase, pero tomó todavía más fuerza una semana atrás cuando el 2 a 1 de nuestro Independiente sobre Germinal de Rawson, uno de los equipos más fuertes de la zona sur del TDI, nos había ilusionado.

“Hay que ascender este año si o si, si no, no ascendemos mas”, repetían los veteranos de la cancha. Aquellos que habían visto tantas pálidas como para saber que ese palpitar era cierto, que era una oportunidad que no podíamos dejar pasar.

El equipo había descendido la temporada anterior, pero venía de hacer un gran campeonato lifunero y se había armado para romper el TDI sin arruinar las cuentas del club con la repatriación de históricos como Lalo Porra y Jesús Méndez, que sumados a otros grandes jugadores de la región como Mauri Villa, Nico Peralta y el Negro Ancatén nos hacían ilusionar. Nos hacían pensar que podíamos ir mas allá, que podíamos romper las barreras económicas y de distancia, que podíamos ascender.

El “conectate ya” que me había llegado al celular no abandonaba mi cabeza mientras los monigotes del MSN seguían danzando, jugando con mi paciencia. Claramente, a mi precaria conexión de internet  no le interesaba mi apuro ni mi amor por Independiente.

El prehistórico programa de chat no había terminado de darme la bienvenida cuando ya me acosaba el mensaje del Chivo con un contundente “NO ME IMPORTA LAS EXCUSAS QUE PUEDAS TENER, NOS VAMOS A RAWSON”.

Contra la labia del Doctor había poco que hacer. Sus argumentos, filosos como siempre, te podían hacer sentir el peor hincha del mundo si no lo acompañabas en la iniciativa, por más que los  hinchas visitantes estuviesen prohibidos.

“Si los pibes saben que estamos ahí van a dar todo por Independiente y por nosotros” y “¿cuantos clubes viste que bajaron y nunca más figuraron en los torneos nacionales?” fueron los caballitos de batalla que Cazorla esgrimió para que lo acompañara en semejante locura. Y lo digo en esos términos, porque no había otra manera de describir tamaña epopeya,  ya que la distancia y la proscripción no eran los únicos obstáculos a sortear. Hace varios años que nuestros paupérrimos ingresos nos permitían seguir al rojo de local, uno que otro partido de visitante y poco más.

Uno de esos torbellinos que sólo se pueden explicar con la palabra “pasión” fue suficiente para que me embarcara con él en esa descabellada aventura. EL “Chivo” es una de esas personas que te convencen de que nada puede malir sal aunque todas las probabilidades estén en tu contra y ahí me fui con él.

El plan era infalible: salíamos a la madrugada de Cipolletti, hacíamos tiempo en Las Grutas unas cuatro horas y transbordábamos hasta la capital chubutense para llegar justo a la hora del partido. Con ese transbordo, por esos caprichos de quienes imponen los precios nos ahorrábamos un 60 % del pasaje normal.

Nunca había pisado la ciudad balnearia en abril. Las playas repletas, el intenso calor y los vendedores de rosqui bola  habían sido reemplazados por un frío intenso y una desolación pocas veces vista.

– ¿Qué carajo vamos a hacer tantas horas acá, Chivo? – pregunté mientras encendía el último cigarrillo que me quedaba.

– No tengo ni puta idea, Ramón. Convidame un cigarro – me respondió con la despreocupación que lo caracteriza.

– Es el último, mi buen. – dije, buscando con la mirada algún lugar para reabastecerme.

– En Abril, a las tres de la mañana, en el único lugar que van a encontrar cigarros es en el casino- acotó un empleado de la terminal que, en busca de eludir el aburrimiento del turno madrugada, se había entretenido con nuestra charla.

Agradecimos la información ya que no solo nos había dicho donde conseguir para saciar ese vicio tan horrible, sino  que, sin  saberlo, el empleado nos había dado algo que hacer para matar el tiempo en esa oscura y fría noche.  Emprendimos la caminata de los poco más de tres kilómetros que separaban la terminal del casino y un helado viento costero que llegaba hasta los huesos hacía sentir que era imposible que todos esos veranos de sol y playa hayan tenido lugar en el mismo sitio que hoy nos tocaba pisar. Las Grutas era una ciudad desierta y fría, sí, pero con una ventaja, era imposible perderse siguiendo la costa. 

Llegamos al casino y compramos unos Marlboros dorados que nos salieron un ojo de la cara. Por un momento nos sentimos tentados por las luces y el ambiente festivo, las barras llenas y la pista repleta de gente bailando que nos habían clavado las miradas por no ser habitués del antro. Decidimos marcharnos pues  nuestro ajustado presupuesto nos impedía darnos el lujo de quedarnos a disfrutar de cualquier otro vicio. Volvimos a adentrarnos en la fría noche.

– Yo creo que en la base Marambio hace menos frío.

– Si, pero ahí no hay cigarros ni casinos con municipales bailando a las 3 de la mañana.

Llegar tarde a cumpleaños, eventos, reuniones no es algo que me despierte pánico ni mucho menos. Mi mayor terror es perderme un micro de larga distancia, un avión. Eso sí que no lo puedo evitar, aunque nunca me haya pasado en la vida. Fue esta ansiedad la que me empujó al mostrador de Vía Bariloche a consultar si ya había salido nuestro micro, cosa que obviamente no había sucedido ya que estábamos mucho antes de la hora estipulada.

– Nooo, tranqui. Ni llegó todavía- dijo el empleado y me volvió el alma al cuerpo. Cazorla acusaba una mueca burlona como diciendo “ves que sos exagerado?”. Todo era alivio y broma hasta que oímos una segunda frase que nos dejó helados. 

– Es más, creo que el micro de ustedes viene con 6 o 7 horas de retraso – ya nadie reía.

Habíamos gastado todo nuestro dinero para viajar a un partido al que no llegaríamos. Una mezcla de desesperación y tristeza empezó a invadirme. Los hinchas sabemos que cuando el equipo juega, hay un solo lugar en el que queremos estar, estar en cualquier otro sitio nos pone incómodos, nos hace sentir infieles, fallutos, insuficientes.

Caminé hacia la calle y sin dudarlo tomé fuertemente una piedra con mis manos. Tal vez apretarla me  calmaría… mentía. Mis ojos delirantes buscaban la oficina de Vía Bariloche para descargar en su ventanal, la ira primitiva que me invadía por la injusticia que nos había tocado entonces lo vi.  Un micro de la empresa parado y en su puerta el Chivo hablando. Pero Cazorla no solo hablaba, gesticulaba cual italiano en discusión. El vaivén de sus manos y el incesante parloteo que no da pie a que el otro siquiera piense, mucho menos responda, me tranquilizaron. Aquel tipo ya no era el Chivo, su alter ego, el Dr. Cazorla se había apoderado de su cuerpo. Y cuando el Dr. Cazorla entra en acción puede convencerte de que está lloviendo, aunque no veas una nube ni sientas una sola gota.

Volvió el Chivo con un pasito triunfal y torciendo la boca con su mejor mueca de agrandado me dice – salimos en 5, papá. Antes de que me preguntes, no, ese no es nuestro bondi, pero le expliqué al muchacho y nos deja subir igual, eso sí, si de acá a Rawson alguien compra los pasajes nos tenemos que bajar donde sea-. – Riesgo menor- respondí. Mochilas al hombro y a seguir con la aventura.

Un hermoso cielo sureño acompañó nuestro viaje mientras contemplábamos el paisaje por la ventana, fantaseando con lo que prometía ser una jornada histórica cuando sonó mi celular. Ser un hincha fiel que ha acompañado en las buenas y en las malas durante años tiene sus ventajas, una de ellas es que te llega información, aún sin haberla solicitado. El plantel estaba alojándose en Trelew, a 22 minutos de la capital chubutense. Sin dudarlo decidimos pasar a ver a nuestros guerreros para que se enteren de que en la tribuna, mezclados entre todo el verde y blanco de Germinal iban a haber al menos dos lunáticos corazones albirrojos que, ignorando la prohibición y todo riesgo, iban a estar haciendo fuerza por ellos y por el sueño del ascenso.

Cuando arribamos al hotel nos encontramos con la noticia de que los muchachos estaban almorzando en un restaurant a unas pocas cuadras y decidimos esperarlos. No pasó ni un cigarro hasta que  empezaron a llegar los jugadores. La cara de sorprendidos de todos era impagable. Cuando uno rechaza la comodidad de ver los partidos por televisión y el exitismo de hacerse de un club grande, cuando uno abraza su identidad, su procedencia y elije  un club que lo representa,  el club de su ciudad, uno no es un número más, un hincha desconocido. Aquí no sobra nadie y uno se vuelve tan importante para la institución como el técnico, el nueve o el presidente, aunque tu única función sea alentar al equipo. Todos los jugadores pasaron a saludarnos y a charlar un poco, incrédulos por el periplo que pasamos para presenciar un partido en el que no éramos bienvenidos.

– Ustedes están re locos- nos repetían. – El único más loco que ustedes es el Vasco.

El Vasco es una leyenda entre quienes vamos a la cancha hace años, no por combates ni acciones violentas ni nada parecido, sino por desplegar el más puro amor por Independiente que me ha tocado presenciar. Radicado en La Plata hace años comete locuras como la de ese fin de semana, viajar hasta la capital chubutense a camuflarse entre los hinchas locales en los 16vos de final del Torneo Del Interior. Bruto abrazo nos dimos.

Como indica el manual no escrito del futbol el plantel había almorzado unas pastas. Nuestro almuerzo fue mucho más humilde. Dos Palermos y sanguchitos de mortadela en una plaza de Trelew que nos bajamos entre risas y promesas de lo que haríamos si lográbamos pasar.

Volvimos al hotel y nos ofrecieron ir como parte de la delegación y obviamente aceptamos, era más seguro… o al menos eso creíamos.

En el colectivo reinaba el nerviosismo, podía sentirse esa electricidad en el aire, esa tensión de quien sabe que va a entrar a jugarse algo importante en terreno complicado, pero el equipo de Coronel era toro en rodeo propio y torazo en rodeo ajeno. Esa tarde lo iba a demostrar.

Llegando al estadio se sentía un clima hostil, estaba todo el pueblo en la cancha pues ¿Qué más había para hacer un domingo a la tarde en un lugar como Rawson?

Agarramos un par de bolsos y nos camuflamos de utileros, dispuestos a ganarnos un lugarcito en el que unos minutos más tarde sería el banco de suplentes más poblado de la historia. Sobraba gente en el piso, al lado de la banca. No había que ser un genio para darse cuenta que no íbamos a terminar el partido ahí. Aún así lo ignoramos y desde antes del partido nos dedicamos a putearnos con la platea local, en especial con un gordo pelado motoquero que nos juraba por su madre que se cobraría con nuestra vida si llegábamos a ganar.

El estadio era un hervidero verdiblanco que pretendía inclinar la cancha a pura presión buscando dar vuelta la serie y se encontrarían con un comienzo soñado. Soñado para ellos, para nosotros había empezado una pesadilla: gol local a los 30 segundos. La tan trabajosa ventaja conseguida en Neuquén se esfumaba en un abrir y cerrar de ojos ante nuestras atónitas miradas.

Envalentonado por el gol, Germinal se vino con todo arremetiendo una y otra vez contra el arco albirrojo, haciendo tambalear un equipo de Coronel que parecía desconocido. Y de tanto tambalear, el equipo cayó por segunda vez antes de la primera media hora. 2 a 0 local. Todo era verde y blanco. 

Como si fuera poco, minutos después del tanto rival, sucedió lo inevitable: el referí paró el partido y, después de contar las cabezas del banco, nos comunicó que excedíamos la capacidad máxima y al menos dos personas debíamos abandonar el área.  El Chivo y yo éramos los nombres cantados. Fuimos obligados a dirigirnos a la platea, más precisamente a una cabina de transmisión en desuso. Literalmente nos estaban mandando al muere.

Encaramos la caminata hacia nuestro nuevo refugio con total naturalidad, como si no hubiésemos estado puteándonos y prometiéndonos violencia con toda la tribuna durante todo el primer tiempo. La cabina quedaba en la parte superior de la platea y allí nos esperaban Gastón, el presidente del club, el Vasco y “el manco” Fernando. El cubículo  tenía ventanales grandes y una estrecha puerta de acceso. Juramos que esa puerta sería nuestro paso a las Termópilas y bancaríamos ahí mismo lo que venga en caso de que las cosas llegaran a complicarse. También juramos no gritarlo si metíamos un gol que nos llevara a los penales para cuidar nuestra propia integridad física ya que una cosa es ser valiente y otra muy distinta es ser pelotudo.

Arrancó el segundo tiempo y a los pocos minutos no se podía ver nada. El aire de la cabina había sido reemplazado por una espesa nube de humo generada por los cigarros que encendíamos en cadena para calmar los nervios que nos producía ver como el sueño del ascenso se esfumaba de manera tan temprana.

Promediando el complemento, Nicolás Alegría agarró una pelota en el borde del área rival buscando el arco y la mandó afuera del estadio. Las burlas en la platea no se hicieron esperar. “Pegale así toda la tarde”, reían los presentes mientras nosotros insultábamos a regañadientes y apretábamos los puños de pura impotencia.

El tiempo transcurría y seguíamos quedándonos afuera. Se pisaba el primer minuto de adición y  en el Fortín, como se conoce a la cancha de Germinal, todo era fiesta local cuando sucedió el milagro. Con los ojos hechos una fuente vimos a Alegría empalmar una pelota en la misma posición que antes, solo que esta vez tuvo destino de gol, enmudeciendo al estadio completo.  Completo no, porque en esa pequeña cabina de transmisión que nos albergaba se desató la locura y el alarido de cinco locos rompió la barrera del sonido mientras nuestros guerreros se abrazaban en el verde césped.

Rompimos nuestra promesa y gritamos el gol. ¿Cómo no hacerlo si estábamos presenciando algo épico? No sé cómo será resucitar porque nunca morí, no soy Víctor Sueiro, pero creo que meter un gol de visitante en el último minuto para llevar una serie a los penales debe ser lo más parecido. Elijo creer que es así.

Todas las cabezas de la platea voltearon automáticamente y la catarata de insultos y amenazas no se hizo esperar. A esa altura ya no nos importaba nada, éramos nosotros cinco y nuestros diez puños dispuestos a defendernos. Perdón, nueve puños. A Fernando no lo llamábamos “manco” por no saber atajar.

Por suerte no pasó a mayores y tuvo lugar el intervalo previo a los penales. Aprovechamos para ir al baño y, ya que no usábamos camisetas ni distinción alguna, intentamos camuflarnos entre los hinchas de Germinal haciendo comentarios como “no puedo creer que nos empataron” y cosas así. Nuestro disfraz venía funcionando hasta que le suena el celular al presidente que olvidó su papel y pasó parte del partido. “Lo empatamos en la última con gol de Alegría. Vamos a penales” le dijo a quienquiera que estaba del otro lado de la línea. Nosotros lo queríamos matar.  Notamos a un grupo de locales que nos miraban y murmuraban por lo bajo y nos apuramos a volver a nuestro bunker.

Una vez en la cabina de transmisión notamos que Gastón, nuestro presidente, mirando por el borde de la platea, analizando algo.

– Si ganamos y se pudre, como sea llegamos ahí y nos tiramos. No es demasiado alto. Saltamos y nos metemos al vestuario – Dijo Gastón. Asentimos con la cabeza.

En los penales el Rojo le tiró toda la experiencia encima los verdiblancos. El Mago Porra, Jesús Mora y el Negro Ancatén marcaron sus penales sin problemas. La palabra final la tendría el hombre de la tarde. Nicolás Alegría, quien había logrado el empate en el último minuto tenía la responsabilidad de no desaprovechar el primer match point. Cuando lo vimos enfilar hacia el punto penal frente a un estadio cuya algarabía se había esfumado supimos que habíamos pasado de fase. Gol y locura albirroja en el campo de juego. Los jugadores se abrazaban eufóricos ante un estadio que no podía creer como la clasificación se le había escapado de las manos. Pero estaban equivocados, no se les escapó, el Albirrojo se las había arrebatado como quien reclama lo que es suyo.

Aprovechamos a escabullirnos entre las caras de tristeza que reinaban en la tribuna y comenzaron los gritos y agresiones. Sinceramente no recuerdo cómo, pero de un segundo para el otro estábamos en el vestuario con los jugadores. Imagen bizarra como pocas veces he visto: algunos cantando y festejando el triunfo, otros teniendo la puerta que se sentía venirse abajo por los golpes de los enfurecidos locales que querían lograr con los puños lo que su equipo no había podido en el verde césped.

Una vez que se calmaron las arremetidas a la puerta, dejamos a los jugadores festejar en la intimidad y volvimos al terreno de juego. Con una sonrisa que no nos entraba en la cara pisamos el césped del campo que había sido testigo de la hazaña mientras los desconsolados hinchas del verde descolgaban sus trapos con esa mezcla de desilusión, tristeza y bronca que da ver a los sueños quedar truncos.

La felicidad nos desbordaba y no pudimos evitar cantar un poco, cosa que no agradó mucho a los pocos barristas que quedaban en la popular.

– Está bien, nos ganaron y nos ganaron bien, pero en la cancha del Verde no festejen – Nos dijo la muchachada desde la tribuna con sorprendente racionalidad. Inmediatamente dos dirigentes de Germinal vinieron a intentar calmarlos, pero solo lograron enfurecerlos más. Para ellos, la dirigencia era responsable de aquella eliminación temprana.

– ¡Manga de hijos de puta! ¡Se cagan en la gente que sigue al Verde a todos lados! – Acusaron rabiosos y se desquitaron a los piedrazos. Los proyectiles volaban por sobre nuestras cabezas esquivándonos y caían sobre los directivos verdiblancos. La escena era mas bizarra que un sketch de Capusotto.

Llegó el momento de despedirnos de los actores de la proeza para emprender el regreso a nuestros pagos, pero preocupados por nuestra seguridad, la delegación albirroja nos ofreció volver con ellos y aceptamos agradecidos. Además, con lo que ahorrábamos en pasaje, teníamos asegurado el viaje a Ingeniero Jacobacci para enfrentar a Huahuel Niyeo en la siguiente fase.

Todo era algarabía cuando comenzaron a retumbar los piedrazos en la carrocería del colectivo. Una tras otra se estrellaban las rocas que nos obligaron a alejarnos de las ventanillas y amontonarnos en el pasillo alterándonos a todos. En la parte delantera del micro el DT, Gustavo Coronel se cebaba unos mates impertérrito.

– Dejalos que tiren, si total lo que querían ya no lo pueden tener.

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